El señor Núñez estaba solo. Después de comer se acostó a dormir. Una gota caía al lavaplatos de aluminio; un sonido constante y débil que en esas circunstancias parecía ser una tormenta. Se levantó y cogió la llave francesa del cajón de las herramientas. Seguro era la goma. Las gomas de las llaves duran dos años. Sí, es la goma, pensó el señor Núñez, y tomó una de las tuercas de la llave del lavaplatos con la llave francesa y giró y giró y giró, y estalló la llave y un chorro de agua comenzó a mojarlo todo. Intentó cubrirlo con las manos, con su camisa, con un paño. Y el agua subía por la pequeña cocina.
Sonó el teléfono y llamaron a la puerta. Ahora, justo ahora. No podían llamar más tarde o venir otro día, gritó, y con las aguas por sobre las pantorrillas intentó nuevamente arreglar la llave, y giró y giró la tuerca y salió más y más agua.
Y el señor Núñez no arregló la llave y al salir de la cocina pudo ver que todo el living comedor era un humedal y que la pintura fresca de los cuadros que acababa corría por el agua y los botes ahí recién pintados volvieron a ser manchas, la pequeña alfombra limpia pies ahora estaba a la altura de los interruptores de la luz y los elefantes de losa flotaban alineados. Entonces, este señor decidió volver a la cocina y giró y giró y giró la tuerca hasta que las venas de sus antebrazos, de su cuello y de su frente, estaban hechas unas gruesas y oscuras hematomas.
Desde la cocina se podía oír al teléfono chirriando una y otra vez, bajo el agua, como una trompeta de jazz, de esas que tocaba Louis Armstrong.
Con el agua hasta el pecho supo que la llave ya no se arreglaría y que lo único que podía hacer era salir de ahí. Y al abrir la puerta de calle vio que estaba todo cubierto por el agua, y que su llave no estaba mala, sino que probablemente había estallado una matriz completa de agua potable o el río de más allá se había desbordado.
Y ahí iba el barrio, avanzando por la corriente, y él, solo y con su pera temblorosa, se dejó llevar hasta donde el agua quisiera o hasta donde pudiera avanzar sin necesidad de nadar.
Sonó el teléfono y llamaron a la puerta. Ahora, justo ahora. No podían llamar más tarde o venir otro día, gritó, y con las aguas por sobre las pantorrillas intentó nuevamente arreglar la llave, y giró y giró la tuerca y salió más y más agua.
Y el señor Núñez no arregló la llave y al salir de la cocina pudo ver que todo el living comedor era un humedal y que la pintura fresca de los cuadros que acababa corría por el agua y los botes ahí recién pintados volvieron a ser manchas, la pequeña alfombra limpia pies ahora estaba a la altura de los interruptores de la luz y los elefantes de losa flotaban alineados. Entonces, este señor decidió volver a la cocina y giró y giró y giró la tuerca hasta que las venas de sus antebrazos, de su cuello y de su frente, estaban hechas unas gruesas y oscuras hematomas.
Desde la cocina se podía oír al teléfono chirriando una y otra vez, bajo el agua, como una trompeta de jazz, de esas que tocaba Louis Armstrong.
Con el agua hasta el pecho supo que la llave ya no se arreglaría y que lo único que podía hacer era salir de ahí. Y al abrir la puerta de calle vio que estaba todo cubierto por el agua, y que su llave no estaba mala, sino que probablemente había estallado una matriz completa de agua potable o el río de más allá se había desbordado.
Y ahí iba el barrio, avanzando por la corriente, y él, solo y con su pera temblorosa, se dejó llevar hasta donde el agua quisiera o hasta donde pudiera avanzar sin necesidad de nadar.